sábado, 21 de enero de 2012

Las preguntas son la respuesta

TEODORO J. MARTÍNEZ/ En nuestro país, la participación de los pacientes en los procesos de salud suele reducirse a rellenar encuestas de satisfacción, la formulación de quejas y reclamaciones (en pomposo, ‘Oficina de atención al Usuario’), y la judicialización –con y sin razón- de aquellas intervenciones sanitarias que no han obtenido el resultado esperado. En definitiva, el paciente habla cuando el proceso asistencial ha terminado, cuando ya nada se puede hacer para cambiar aquello que no le gusta. Se intuye una visión autoritaria y paternalista del proceso asistencial, en la que el sistema, o su brazo ejecutor (sujeto agente, los profesionales) decide qué es lo mejor para el enfermo (sujeto paciente), que sólo puede esperar a las consecuencias, para expresar su opinión. El lenguaje se polariza hacia un monólogo, convirtiéndose los profesionales en altavoces sordos, y a los pacientes en oyentes mudos.

Esta visión está trasnochada; aún más: es equivocada. Se ha demostrado que la calidad percibida de la asistencia se relaciona directamente con el grado de confianza entre el paciente y el profesional. Si un médico, después de una fractura catastrófica de una pierna, plantea que debe amputarse el miembro afecto, es lógico que surjan una serie de interrogantes, dudas, objeciones, se inquieran alternativas y se establezca un diálogo por parte del que va a perder un miembro para siempre, y aquel que se lo está proponiendo. Y todo lo que tienda a impedir dicho diálogo no será entendido, es poco ético y, sin duda, una mala praxis.

En el año 2002, la Ley 41/ 2002 de Autonomía del Paciente pretendió ser un punto de inflexión normativo para acabar con esta forma de entender la salud, al reconocer explícitamente la plena capacidad del paciente para elegir o rechazar tratamientos, la obligatoriedad de obtener consentimientos informados para practicarle pruebas diagnósticas o procedimientos, el derecho a la información para la elección de médico y centro, y el derecho al acceso a la propia historia clínica. A pesar de ser un importante avance, el desarrollo normativo y la aplicación real de esta ley dista mucho de ser satisfactoria.

El modelo paternalista no es el único posible. Existe la posibilidad de que el paciente se implique activamente en su proceso, haga preguntas, prepare sus consultas, sea crítico con las opciones y cuestione aquello que no le queda claro, a la vez que el profesional invite a su paciente a reflexionar, a compartir sus dudas, a vigilarlo para que no se produzcan despistes, o a conocer la comparación de resultados de un profesional o centro frente a otro.

La Agencia para la investigación y calidad de la asistencia sanitaria americana (Agency for healthcare research and quality, AHRQ) ha hecho de este modo de entender la asistencia uno de sus pilares. En su página Web (con muchos documentos en español) se ofrece a los pacientes ayuda para preparar sus visitas médicas, saber qué preguntas son las indicadas antes, durante y después de la visita, recomendaciones para evitar errores médicos, … En definitiva, un conjunto de herramientas que permiten al paciente involucrarse activamente en las decisiones que afectan a su salud, participar de las mismas y sentir que es él quien guía el timón de la sanación hacia el puerto que él ha elegido entre todos los posibles.

En tiempos de cambio para nuestros sistemas sanitarios, debemos ser capaces de reconstruir todo aquello que no funciona, y no solamente podar inmisericordemente el árbol de la salud pública. La participación activa del paciente en su propio proceso es rentable, evita fallos, es una exigencia explícita de nuestra actual legislación, y —lo más importante— es una obligación deontológica de los profesionales. Como ya dijo Hipócrates: «Corta es la vida, el camino largo, la ocasión fugaz, falaces las experiencias, el camino difícil. No basta que el médico se muestre tal en tiempo oportuno, sino que es menester que el enfermo y cuantos lo rodeen coadyuven a su obra».

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