HERMINIO PICAZO./ La Papirusa , El Pera, Pepe de las Confecciones, Diego Marín, Salvador el de las Máquinas, Maruja Guerrero. Todos ellos son comercios radicalmente instalados en el recuerdo de quienes, como yo, gastamos nuestra infancia por entre el piso peatonal de la Calle Mayor de Caravaca, oliendo a mayo y polvos de talco, a tergal y a colonia de madre.
En mi historia personal jamás se quedará sin recuerdo el edificio del Banco Central, sobre el que vivían los Fresneda y tenía don Faustino su consulta y su casa; y en la más amplia historia caravaqueña tampoco se quedarán sin capítulo la papelería del Tío Sin Trueno, Ca´carricos, El Boti, Radiván, la peluquería de El Carlista, o la Confitería de El Bolo, todos ellos locales de nombre rotundamente sugerente que recuperan en varias generaciones de caravaqueños la memoria de una calle noble en sus formas, comercial en su misma esencia e histórica en sus edificios y sus avatares.
Durante años la Calle Mayor fue el centro de Caravaca, que para mí era lo mismo que decir el centro del universo. Todo ocurría entre sus piedras, y en sus rincones se cerraban negocios y amoríos. La salida de misa era un espectáculo que aún desde el recuerdo en blanco y negro le daba color a la ciudad. El Tío de la Pita desfilaba por la calle seguido de una pléyade de chiquillos coreando la mejor de las frases que ha dado la poesía mediterránea de todos los tiempos («Serafina está en la esquina más seca que una sardina»). Por la Calle Mayor paseaba la gente su paseo dominical y el resto de la semana era el lugar de sus compras, excepto en lunes, sacrosanto día de mercado.
Sin embargo, los años setenta y ochenta bombardearon Caravaca con la modernidad del desarrollo, y como consecuencia la Gran Vía fagocitó la prosperidad comercial e incluso vital del casco antiguo, entrando la Calle Mayor en un imparable declive económico y urbano. Pasó en pueblos y ciudades de todo nuestro entorno, enceguecidos por la espectacularidad de las avenidas de altos edificios que cortaban a cuchillo, o remataban como en este caso, la trama urbana tradicional. Desde aquella época la Calle Mayor de Caravaca languideció, perdió brillo.
Toda una pena, una injusticia radical para una calle que no se lo merecía y cuyo destino debía ser otro distinto al que le sobrevino durante la década de los ochenta: una vía casi de paso, con comercios moribundos y un pasado glorioso que, en su dignidad, apenas acertaba a mostrar excepto en las multitudes del día de los Caballos del Vino.
Sin embargo, escribo ahora estas líneas desde el optimismo que supone saber que el pleno del ayuntamiento de Caravaca acaba de aprobar unánimemente una batería de medidas tendentes a conseguir la recuperación de la Calle Mayor. Veremos. Quizás no se pueda conseguir retrotraer el centro peatonal de la ciudad al glorioso esplendor que un día tuvo, pero sí que será posible parar su deterioro y dar un nuevo impulso a esta zona central del fantástico casco viejo de Caravaca.
Soy consciente de que lo urbano no se decide por decreto. De que son las dinámicas socioeconómicas las que determinan que un lugar u otro de una planta urbana sea central o periférica, pujante o en declive. Sin embargo, también creo que con ciertas medidas, y con el nuevo argumento turístico de la Ciudad Jubilar , la Calle Mayor puede aún jugar un papel protagonista en la trama caravaqueña.
Quizás un día no muy lejano Caravaca vuelva a contar con una arteria peatonal y comercial a la escala humana, como la que perfectamente recuerdo entre la bruma feliz de la infancia y la adolescencia.
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